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Nadie y Yo

Hace mucho que no me pasaba.

Siempre había alguien rondando en mi cabeza: un crush improvisado, un recuerdo a medias, un nombre que se repetía aunque yo no quisiera.

Siempre alguien. Siempre algo que mantener encendido, aunque fuera apenas una chispa.

Y ahora no. Y lo más raro es que me gusta.

No es indiferencia, tampoco vacío. Es otra cosa.

Es calma.

Como si, por fin, mi energía hubiera dejado de girar alrededor de alguien más. Ya no reviso ausencias, ni espero respuestas, ni invento señales en conversaciones cortas. Estoy conmigo. Y me sorprende lo bien que se siente.

Cuando nadie me gusta, el mundo se abre en direcciones nuevas. La música suena más clara. Escribo con más ligereza. Hasta el aire en mi casa se siente distinto, más mío. Es como si el deseo —esa fuerza que antes siempre me lanzaba hacia afuera— hubiera aprendido a quedarse aquí, conmigo, habitando mi cuerpo en lugar de escaparse.

Al principio se sintió raro, como si algo me faltara.

Durante años aprendí a pensarme a través de los demás: si alguien me gustaba, era una manera de comprobar que todavía podía sentir, que estaba viva.

 Y yo que soy una adicta a sentir me acostumbré tanto a ese vaivén de la espera y la persecución que, sin él, apareció un vacío. Pero entendí que lo que faltaba no era alguien, sino mi costumbre de correr detrás.

Ahora el tiempo se vive distinto. Antes cada silencio era insoportable, cada mensaje tardado un drama inventado en mi cabeza. Hoy, aunque aún estoy aprendiendo, puedo leer tranquila, salir a caminar sin mirar el celular, cocinar sin esperar la vibración de una notificación.

Y pienso: ¿así de simple era la paz? ¿De verdad pasé tantos años persiguiendo tormentas sin ver que la calma también tenía algo que enseñarme?

A veces me pregunto si esto es madurez o simple cansancio.

Tal vez las dos cosas.

Quizá estoy cansada de desgastarme en vínculos donde solo existía yo, pero también siento que estoy aprendiendo una nueva forma de estar conmigo: una donde no necesito encenderme con alguien más para confirmar que sigo aquí.

Claro, hay momentos en los que me da miedo estar cerrándome. Me pregunto: ¿y si nunca más me gusta alguien? ¿Y si me acostumbro demasiado a esta calma y luego no sé volver a sentir? Pero después me miro: tranquila, en paz, disfrutando de mi casa, de mis cosas, de la simpleza de este presente. Y me digo que, aunque mañana vuelva a aparecer un nombre que me agite el pecho, lo que aprendí aquí ya no me lo quita nadie.

Quizá el “nadie” no sea un vacío, sino un terreno fértil.

Un silencio donde puedo escucharme sin interrupciones. Un espacio para reconocerme sin espejos ajenos.

No siempre me sale. Hay días en que la calma se me escapa de las manos y me descubro otra vez inventando señales donde no las hay. Intentando rellenar silencios con ruido externo de personajes que no me entienden. Pero incluso en esos momentos me acuerdo de este lugar: de lo bien que se siente estar conmigo, aunque todavía esté aprendiendo a quedarme.

Y aunque no sé cuánto dure, lo abrazo. Porque vivir sin hambre, sin persecuciones y sin ansiedad también es una forma de amor.

Un amor nuevo, frágil todavía, pero mío.


Por Amor Hdz.

 
 
 

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