M caminaba por la vida con un peso invisible, tan denso que parecía hundirlo con cada paso. Sus ojos, oscuros como el fondo de un pozo, capturaban las luces y sombras de los demás. Miraba a las personas con un interés que nunca revelaba: los pasos apresurados de alguien que parecía huir, las miradas perdidas de quienes llevaban más peso del que podían soportar.
A M le gustaba perderse en las calles, caminar sin rumbo mientras la ciudad se desplegaba a su alrededor como un cuadro en movimiento. Era el tipo de persona que no necesitaba hablar mucho para dejar huella; su presencia, silenciosa pero densa, llevaba consigo un eco de historias no contadas.
A veces, se detenía en los parques, en las esquinas llenas de vida y caos, o junto a escaparates que reflejaban tanto lo que estaba frente a ellos como lo que se encontraba dentro. Veía corazones rotos detrás de risas fuertes, ambiciones desbordadas escondidas tras rostros impasibles, y silencios que gritaban más que cualquier palabra.
Pero él mismo no se consideraba especial. En su mente, no era más que otro de los tantos que caminaban por la vida buscando respuestas que no llegaban. Su vida era una colección de cicatrices, momentos que lo moldearon sin pedir permiso. A veces, cuando pensaba en su pasado, sentía que todo lo que había sido lo había llevado al mismo lugar: esas calles donde podía caminar sin ser visto, pero verlo todo.
Cuando conocí a M, me mostró esas cicatrices. No las ocultaba, como si en ellas encontrara una forma de confesarse sin palabras. Yo, al venir del mismo dolor, pensé que podía ayudarlo. Creí, ingenuamente, que mi cariño, mi cuidado, serían suficientes para llenar el vacío que lo consumía.
Le quise como no sabía que podía querer. Le cuidé como siempre quise que me cuidaran a mí. Le hablaba con ternura, con paciencia. Le decía todos los días que era importante, que era valioso, que aunque el mundo lo olvidara, yo no lo haría. Pero no importaba, porque esas palabras se deslizaban por su piel como el agua en la roca.
La oscuridad de M era densa, demasiado pesada incluso para él. Había aprendido a convivir con ella, a dejarse envolver, y aunque yo intentaba alcanzarlo, entendí que no puedes cambiar a alguien que no está listo para cambiar.
M tenía una manera única de habitar el mundo: no lo atravesaba con prisa, sino que lo vivía en detalles. El sonido del viento entre los árboles, el crujir del pavimento bajo sus zapatos, el olor a lluvia que prometía una tormenta. Pero también vivía con la carga de un "por qué" constante, un eco que lo mantenía despierto en las noches, perdido en su propio laberinto.
Un día, tuve que soltarlo. No fue un acto de dolor o rabia, sino de aceptación. No porque lo amara, porque nunca fue amor, sino porque entendí que no podía seguir compartiendo mi luz con alguien que no sabía qué hacer con ella. M no era malo, solo estaba roto, tan roto que ni siquiera sabía cómo empezar a reconstruirse.
A veces pienso en él, en su risa apagada, en sus silencios. No lo extraño, pero lo recuerdo. Porque M representa algo que nunca quiero volver a ser: alguien que olvida su propio valor intentando remendar a otro.
Esa noche, mientras la ciudad dormía, M alzó la vista hacia el cielo. Había algo reconfortante en el infinito de las estrellas, en la idea de que, aunque él no tuviera todas las respuestas, seguía siendo parte de algo mucho más grande.
"Vivir", pensó, "es simplemente seguir andando".
Y con eso, volvió a perderse en las sombras de la ciudad, un observador más en el vasto laberinto de la vida.
-- Amor Hdz.

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