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Lo que no cabe en las cajas

No es sobre cajas.

Es sobre lo que aprendí a dejar ir.


Pienso en todas las cosas que he guardado.

No sé si era nostalgia o miedo.

Quizá ambas cosas mezcladas con esa costumbre mía de no soltar nada ,ni siquiera cuando me estaba hundiendo.

Cuarenta y dos cajas.

Eso es lo que queda cuando una vida entera se desdobla sobre el suelo.

Pero el peso no está en lo que cabe dentro ,sino en lo que despierta cuando decides tocarlo.

Empacar las cosas de mi mamá abrió una grieta silenciosa.

No era tristeza: era reconocer que llevo toda la vida guardando lo que no era mío.

Emociones, expectativas, silencios, cargas heredadas que nadie me preguntó si podía sostener. Y aun así, las sostuve como si fueran la prueba de que valía algo.

Entre las fotos que parecían latir todavía y los objetos que guardaban el eco de alguien que ya no vive en mí, entendí que no solo acumulé cosas: acumulé versiones completas, capas enteras de una identidad construida para sobrevivir y no para existir.

También mi nube se llenó.

Hay algo cruel y poético en que incluso lo digital tenga un límite.

Tuve que borrar videos de noches donde decía cosas que hoy me cuesta reconocer, capturas que guardé como amuletos, mensajes que alguna vez me sostuvieron más de lo que deberían.

Borrar no fue olvidar: fue reconocer que ya no necesito sostener mi dolor como testimonio.

Durante años pensé que debía seguir viva por quienes juntaron mis pedazos,

como si mi existencia fuera una deuda que nunca podría saldar.

Por gente que hoy ni siquiera esta.

Hoy sigo aquí por mí.

Y esa diferencia lo cambia todo.

Solté vínculos que nunca me sostuvieron, lealtades que me drenaban, papeles que representé por costumbre, como si ser indispensable fuera la única forma de ser querida.

Pero este año entendí algo que nunca había querido aceptar: hay ciclos que no necesitan un cierre perfecto.

Solo necesitan que te alejes.

Mi soledad todavía me acompaña.

A veces me sorprende su constancia, pero ya no la rechazo; ya no puedo.

Es una soledad distinta, más adulta, más silenciosa.

No me devora: me acompaña como una sombra que aprendió a ser amable.

La siento en la cama vacía, en la mesa puesta para uno, en la música que suena mientras cocino solo para mí.

Y aunque a veces duele, también me recuerda algo que no puedo olvidar: me tengo a mí,y eso antes no lo tenía.

Y quizá por eso, mientras soltaba objetos, solté otras cosas que no caben en ninguna caja: la obligación de cargar a todos, la costumbre de explicarme, la idea de que debo justificar mi permanencia en el mundo.

Dejé ir aquello que me hacía pequeña, aunque todavía no sepa cómo llenar los espacios que dejó.

Hoy no estoy empezando de cero.

Estoy empezando desde mí, desde esta versión que tiembla pero no se traiciona, desde este presente que no exige promesas ,solo presencia.


Por eso cambié este blog.

Porque mis palabras ya no nacen desde la urgencia de salvarme, sino desde este sitio interno donde por fin puedo decir la verdad sin romperme.

Ya no escribo desde la herida abierta, sino desde el punto exacto donde empieza a cerrar.

No sé qué viene.

Nunca lo he sabido.

Pero por primera vez no estoy huyendo hacia adelante, ni revisando el pasado para comprobar que todavía duele.

Estoy aquí.

Y eso, para mí,

es vivir.

Si quieres leerme, aquí sigo.

Con menos peso,

con más claridad, y con ganas —por fin— de lo que sigue.

Bienvenido.

Memorias de una vida que nunca fue mía.
Memorias de una vida que nunca fue mía.

 
 
 

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