Había algo desconcertante en su manera de estar. Su presencia podía iluminar rincones oscuros con una pregunta inesperada, de esas que parecían atravesarte, como si supiera exactamente en qué parte de ti encontrar algo que ni tú misma conocías. Y, al mismo tiempo, tenía una habilidad casi cruel para hacerte sentir invisible, como si no importaras lo suficiente para quedarse más de un instante. Era un contraste que desconcertaba: ser alguien especial por un momento y nadie al siguiente.
Al principio, pensé que detrás de sus palabras había sinceridad, un deseo de conectar. Fui yo quien le escribió primero, quien sostuvo las conversaciones, quien trató de encender algo más grande de lo que él parecía dispuesto a ofrecer. A veces respondía con pequeños gestos, una foto al azar, una pregunta tímida, pero siempre era como si algo lo detuviera, como si sus pies estuvieran anclados en su propio mundo y solo dejara que yo entrara por momentos.
Por un breve tiempo, creí que había algo auténtico ahí, algo que tal vez podría crecer. Pero con los días, las semanas y las esperas, entendí que quizá él nunca quiso lo mismo que yo. No era una cuestión de esfuerzo ni de merecimiento, simplemente éramos opuestos: yo, dispuesta a sumergirme por completo; él, apenas rozando la superficie.
Conocerlo cara a cara fue como mirar un rompecabezas al que le faltan piezas esenciales. Sus ojos hablaban más de lo que sus palabras podían expresar, un abismo donde se mezclaban el dolor y una ausencia que no intentaba ocultar. Lo vi claramente por primera vez: era alguien que llevaba consigo las cicatrices de su propia historia, heridas que nunca había dejado sanar y que ahora sangraban en silencio, dejando rastros por donde caminaba.
Era un maestro en el arte de mantenerte cerca sin dejarte entrar del todo. Su manera de disculparse, de ser encantador sin esfuerzo, me hacía cuestionar si realmente entendía el impacto de sus acciones. Parecía manejar las emociones con una precisión inquietante, como si supiera exactamente qué decir para no ser olvidado. Y, sin embargo, detrás de todo ese encanto había una distancia insalvable, una barrera que jamás permitiría que alguien se acercara lo suficiente para verlo de verdad.
De un día para otro, su presencia se desvaneció como una sombra que nunca estuvo del todo. No hubo explicaciones ni advertencias, solo un silencio que hablaba por él. Al principio, ese vacío dolía por su brusquedad, pero pronto comprendí que esperar algo más sería una ilusión vana.
Fui yo quien puso las palabras finales, no porque quisiera recuperar algo, sino porque sabía que era lo correcto. Al cerrar esa puerta, no quedó eco alguno, solo un espacio vacío que finalmente aprendí a llenar con mi propia voz.
Me bastó verlo una vez para entender que estaba al borde de un precipicio, corriendo hacia él, fingiendo evitar la caída mientras se lanzaba directamente a ella. Sentí compasión, no porque lo justificara, sino porque vi en él un reflejo de algo que yo misma había sido en otro tiempo: alguien intentando llenar sus vacíos con ausencias disfrazadas de compañía.
Marcharme no fue un acto de cobardía, sino de amor propio. Aprendí que saber decir adiós no siempre significa perder, sino encontrar la fuerza para soltarte de lo que nunca estuvo realmente contigo.
Y quizás, en el fondo, todos hemos sido esa luz que alguien no quiso mirar, o la sombra que alguien intentó perseguir. Hay algo poderoso en aprender a dejar ir, no por desinterés, sino por respeto a lo que somos y a lo que queremos ser. A veces, soltar no se trata de perder a alguien, sino de liberarnos del peso de intentar ser suficientes para quienes no están listos para vernos. En ese acto de despedida, encontramos no solo un final, sino el principio de algo más profundo: la reconciliación con nosotros mismos.
-- Amor Hdz.

Comentarios