
Hablar de mi vida nunca ha sido un ejercicio de ego. Más bien, es un intento por entender cómo se puede pasar tanto tiempo en lugares tan oscuros, tan ajenos al amor propio. No busco enaltecerme ni ser ejemplo de nada. De hecho, cuando alguien intenta verme de esa manera, solo puedo sentir incomodidad. ¿Qué orgullo podría haber en admitir que pasé años perdida en mi mente enferma, rodeada de dolor?
Nunca recuerdo con exactitud cuánto tiempo estuve atrapada en esa tristeza. Ocho años, tal vez más. Solo sé que mi vida cambió a los 27, cuando experimenté lo que llamo mi "despertar anímico". Es extraño mirar atrás y preguntarme si siempre fui una persona triste, o si simplemente dejé de serlo un día y comencé a renacer.
Por mucho tiempo, me sentí como un cascarón vacío. Mi felicidad era tan frágil y falsa que me cuestionaba si así sería toda mi vida. En las noches, lloraba hasta quedarme dormida, pensando que había tocado fondo, que no podía hundirme más. Pero siempre llegaba un nuevo amanecer que me probaba equivocada, como si mi vida fuese un cruel mal chiste.
A los 20 años toqué mi propio abismo. Lloraba al despertar y al dormir, completamente desconectada de mi alma. Todo se había desvanecido: el significado, los sueños, el amor. Miraba por la ventana, anhelando recuerdos que sabía que jamás volverían. Era un dolor físico, punzante, como si cada respiro se llevara un poco más de mi capacidad de resistir. Traté de disfrazar ese vacío con amores pasajeros y palabras vacías, pero solo profundicé mi soledad.
La soledad, esa constante que muchos desde afuera ven como una fortaleza, se siente muy distinta desde dentro. Vivo sola desde hace años, pero mi soledad comenzó mucho antes, incluso cuando estaba acompañada. Es como si llevara siglos en este estado, desconectada, incomprendida.
Sé que tengo la capacidad de ser una buena compañía para mí misma; he aprendido a disfrutar de mi autonomía, a bailar con la luz del refrigerador a medianoche, a viajar sola, a reírme conmigo. Pero, a pesar de todo, siempre queda ese hueco. Esa sensación de querer compartir un café en la cocina, decorar un árbol de Navidad con alguien que me ayude a poner la estrella porque no alcanzo, o simplemente despertar en medio de la noche y decir: "Tuve una pesadilla".
He llegado a preguntarme si la plenitud que siento en momentos de absoluta soledad es el mayor regalo de la vida, o si es simplemente una invitación para compartirlo con alguien. Me encanta sentirlo todo, incluso el dolor, porque sé que me ha enseñado a vivir. Tal vez por eso, a veces, extraño a alguien que ni siquiera conozco, un eco de lo que quiero, pero que aún no llega.
Lo que viví en ese concierto fue la cúspide de todo esto: un momento de tal plenitud que sentí que podría morir allí mismo y no necesitar nada más. Por un instante, fui el universo, unida a todo lo que existe, completamente completa. Y, sin embargo, al regresar a la realidad, vuelvo a ese anhelo.
¿Es el amor propio suficiente? ¿O el amor, para ser pleno, necesita ser compartido? Tal vez la respuesta no sea tan importante como seguir explorándola. Porque mientras escribo estas líneas, sé que sigo creciendo, aprendiendo, y sintiendo. Sobre todo, sintiendo.
Y aunque duela, aunque a veces las madrugadas se sientan más largas de lo que son y las risas en soledad no tengan eco, prefiero seguir aquí. Viviendo, aunque sea para escribir sobre ello. Porque si algo he aprendido es que la soledad no es el fin, es solo el lugar donde empezamos a buscarnos, a encontrarnos y, tal vez, si tenemos suerte, a compartirnos.
-- Amor Hdz.
Comments