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La risa de las tres de la mañana

Siempre pensé que la adultez iba a ser pesada.

Y lo es.

Pero no de la manera solemne que imaginaba, sino en formas mucho más absurdas: recibos que llegan aunque ni hayas usado tanto la luz, decisiones existenciales sobre si comprar papel higiénico barato o el doble de suave, silencios raros en la casa que se rompen con el zumbido del refri viejo.

Ser adulta es abrir el refri vacío y calcular si alcanza para dos comidas o solo una. Es darte cuenta de que el dinero nunca rinde igual cuando ya es tuyo y eres tú quien tiene que decidir entre pagar la luz, comprar fruta o darte un gusto mínimo. Es dejar los trastes sucios “para después” y descubrir que se multiplican como por arte de magia. Es odiar lavar ropa y acumularla hasta que parece observarte con juicio desde una esquina. Es cocinar para toda la semana y, al cuarto día, comer como castigo. Es comer una sola vez al día, no por convicción, sino porque el cansancio, el tiempo o el dinero no alcanzan.

Hubo un tiempo en que todo esto me parecía insoportable. Mi casa era un recordatorio de lo que no podía sostener. Salía de fiesta para sentirme viva, llenaba mis días de ruido para no escucharme. Creía que crecer era aprender a aguantar todo eso sin llorar.

Pero la adultez también tiene otra cara. Una que nadie me contó. Una hecha de placeres secretos.

Abrir las bolsas del súper y emocionarme porque alcancé a comprar fruta de temporada. Preparar el mate como si fuera un ritual y hablarle al agua caliente como si entendiera. Bailar con la escoba mientras barro. Reírme sola de un meme y guardarlo como si fuera un tesoro. Hablar con mis mascotas como si fueran mis roomies y ponerles voz cuando me contestan.

El placer extraño de dejar la ropa en la silla como si fuera parte de la decoración. Oler todos los inciensos de la tienda aunque siempre termine comprando el mismo. Escuchar la misma canción veinte veces seguidas porque algo en ella me sostiene. Fingir que voy a meditar y en realidad quedarme mirando la pared con la mente en blanco.

Y luego están los de madrugada: quedarme jugando videojuegos a las dos de la mañana con la mentira consciente de “solo una partida más”. Abrir la app del banco solo para sufrir un poco. Guardar capturas de pantalla de conversaciones que ya no significan nada.

Todo esto sostiene mi vida más de lo que parece. Porque antes creía que si no estaba produciendo, mostrando, rodeada de gente, algo en mí estaba mal. Hoy entiendo que también soy estas rutinas torpes, estas manías absurdas, estos rituales íntimos que nadie ve. Y que en esas cosas pequeñas —a veces caóticas, a veces ridículas— también hay ternura.

Quizá la adultez no sea la gran épica de cumplir expectativas ni la novela de la resiliencia. Quizá crecer sea aceptar que la adultez es un chiste mal contado: caro, cansado, repetitivo… y, aun así, lleno de pequeños altares invisibles. Desde una taza caliente hasta la calma de un domingo en silencio; desde un meme guardado hasta un pan improvisado en la cocina.

Mis placeres secretos son eso: la vida en su parte más honesta.

La prueba de que sigo aquí. De que, entre facturas, ropa sin doblar y trastes acumulados, también se puede celebrar la vida.

No en grande, no en público, sino conmigo misma, en voz baja y con risa cómplice a las tres de la mañana.


Por Amor Hdz

 
 
 

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