top of page

La intimidad de una palabra

Por Amor Hdz


Me llamo Amor.

No es un apodo ni un capricho de lenguaje: es el nombre que llevo desde el primer día.

A veces me pregunto si mi vida sería distinta si me llamara de otra forma, pero siempre vuelvo a la misma escena:

Mi mamá cuenta que mi nombre lo eligió mi papá en cuanto me vio.

No hubo lista, ni discusiones, ni segundas opciones. Apenas me cargó por primera vez, lo dijo como si lo hubiera estado esperando desde antes de que yo existiera. Como si algo en su cabeza —o en su alma— se hubiera encendido y supiera que no podía llamarme de otra forma.

Me gusta pensar que no lo eligió: lo recordó.

Que me miró y lo pronunció con esa seguridad que pocas veces tenemos en la vida.

Y aunque nunca supe si lo que decía mi mamá era del todo cierto, decidí no cuestionarlo. Hay historias que es mejor conservar intactas.

En mi infancia, esa palabra que para mis padres era amor puro, para otros resultaba incómoda.

Los adultos lo escuchaban entre sorpresa y burla, como si fuera demasiado para una niña. Después del inevitable “qué bonito nombre, nunca lo había escuchado” venía el “¿y tienes otro nombre?”. Y entonces me llamaban por el segundo: más simple, más neutro, menos comprometido.

Algunos justificaban no decirlo diciendo que “es una palabra que solo se le dice a una pareja”. Recuerdo a una persona que me lo dijo muy seria:—No siento amor por ti, así que no puedo llamarte de esa forma.

Era un razonamiento extraño, pero lo acepté sin entenderlo del todo.

En mi familia, la única que me lo decía sin filtros era mi abuela. Cuando ella se apagó, mi nombre murió en su boca.

Una Amor pequeña.
Una Amor pequeña.

Afuera, entre compañeros y amigos de mi edad, lo escuchaba más. Para ellos no cargaba tanto peso; era una rareza simpática, una novedad. No sabían todavía lo que implicaba.

La adolescencia lo cambió todo. Empezó a sonar más, pero rara vez intacto. Surgieron variaciones, diminutivos, versiones en inglés: “Love”, “Amorcita”, “Mi amor”. Y con cada variación parecía perder algo de sí mismo.

El “Mi amor” me incomodaba especialmente: dicho por cualquiera, como si fueran dueños de mí. No me gustaba, pero terminé acostumbrándome.

Al mismo tiempo, comencé a presentarme con él. Había algo en la reacción que provocaba que me intrigaba. Algunas personas sonreían, otras se tensaban, otras no sabían qué cara poner. Era como un espejo que les devolvía algo de su propia historia: si habían amado, si habían perdido, si les quedaba fe.

Ya en la adultez, lo que más noté no fue cómo lo decían, sino cómo lo evitaban.

En trámites, pedidos, cafés, transportes, la gente lee mi nombre, hace una pausa y lo salta. Algunos lo hacen por respeto, como si fuera propiedad de alguien más. Otros por inseguridad, como si temieran que pronunciarlo fuera una confesión involuntaria.

Pocos se atreven.

A veces me pregunto cómo suena mi nombre en mi propia voz.

No cuando lo escribo o lo imagino, sino cuando lo digo. Y me doy cuenta de que lo pronuncio distinto dependiendo de mi estado de ánimo: firme cuando quiero recordarme quién soy, suave cuando me hablo con cariño, cortante cuando me reclamo algo.

Supongo que en eso se parece a mí: cambia de tono, pero no deja de ser el mismo.

Y aunque no me avergüenza, a veces me gustaría llamarme distinto.

No porque no me guste mi nombre, sino porque me intriga imaginar cómo sería escucharlo como una forma de cariño hacia mí y no solo como una palabra común.

Me lo he cuestionado en momentos de corazón roto, cuando pienso si no será también mi condena llamarme así.

Nunca he sentido que alguien me lo diga de forma realmente emocional.

No porque no lo digan con verdad —eso se nota en las expresiones, en las pausas—, sino porque no ha habido un momento en el que esa palabra, dicha para nombrarme, también fuera una declaración de algo más.


El lenguaje tiene eso: a veces lo pronunciado y lo sentido son dos líneas que nunca se tocan. Y un nombre, aunque sea tuyo, también pertenece a quien lo dice. Por eso cambia en cada boca. A veces se aligera, a veces se endurece, a veces se vuelve irreconocible.

A veces pienso que mi nombre vive entre el significado y el significante.

En los labios ajenos, el significante es claro: Amor, cuatro letras fáciles de pronunciar. Pero el significado… ese es otro asunto. Para algunos, es un peso que no quieren cargar; para otros, un lugar al que no quieren entrar. Y están los que lo usan como si no dijera nada más que “hola”, como si se pudiera vaciar de sentido para no sentirse expuestos.

Quizá por eso mi nombre nunca suena igual dos veces: no cambia la palabra, cambian las historias que la sostienen.

Hoy lo porto con orgullo, pero también con la conciencia de que es un territorio extraño para la mayoría. Me pertenece, pero no es un objeto quieto. Es una palabra viva que ha crecido conmigo, que se ha deformado, escondido, resistido. Es la primera ofrenda que me dieron mis padres y un puente invisible entre quien fui y quien soy.


No sé si quiero que lo digan más o que siga siendo raro escucharlo. Quizá su fuerza está justo ahí: en que no cualquiera pueda pronunciarlo sin que algo se les mueva por dentro. Tal vez prefiero que siga siendo una contraseña que pocos descubren.

Lo que sí sé es que no hay urgencia. No necesito que llegue un día señalado para que alguien lo diga como imagino. Sé que mi nombre seguirá cambiando, conmigo y con los demás.

A veces sonará fuerte, a veces se apagará, a veces quedará suspendido en un silencio incómodo. Y eso también es parte de vivir con él.

Y si algún día alguien lo pronuncia con la misma mezcla de certeza y calma con la que me lo dieron al nacer, lo voy a escuchar.

No como una promesa, sino como un hecho. Pero tampoco lo espero.

Porque al final, vivir con un nombre así es aceptar que, a veces, lo más importante no es que lo digan… sino que, cuando lo digan, de verdad lo sostengan.

Yo ya sé decirlo, y reconocer cuándo viene de un lugar que vale la pena.

No necesito más.



Lee más reflexiones en el blog :)

 

 
 
 

Entradas recientes

Ver todo
Aquí comienza el eco

Este espacio existe para que otras voces se escuchen. No hace falta tener respuestas: basta con tener algo que decir. Aquí caben historias, fragmentos, cartas, reflexiones, gritos suaves y susurros l

 
 
 
La casa vacía que se volvió hogar

Siempre me percibí como una casa en ruinas.  Una casa abandonada por mí misma, mucho antes de dejar de vivir físicamente en ella.  Ese lugar guardó versiones de mí que me dolieron, que me rompieron, q

 
 
 
Un año entre laberintos

Hace un año abrí este blog sin saber exactamente qué estaba abriendo. No era una casa, ni un refugio, ni una ventana: era un camino. Un camino que no existía hasta que di el primer paso. Un paso que,

 
 
 

Comentarios


México

Contáctame

Pregúntame lo que sea

"Todos los textos publicados en este blog son propiedad intelectual de Amor M. Chávez H. y están protegidos por derechos de autor. Prohibida su reproducción total o parcial sin autorización."

bottom of page