El Placer cuando ya no es escape
- Amor Hdz
- 31 jul
- 3 Min. de lectura
Por Amor Hdz.
Antes, el placer era una vía de fuga.
Una puerta por la que mi cuerpo y mi mente se escabullían para no enfrentar el silencio.
El silencio que duele, el que te enfrenta contigo misma.
El que te dice: aquí estás, rota, pero viva.
Buscaba placer cuando estaba más sola. Cuando el deseo de alguien más podía anestesiar el desamor propio. Cuando la mirada ajena me hacía sentir deseable, aunque yo no supiera quererme.
El placer era ese momento químico, esa descarga que me hacía olvidar que no me sentía suficiente.
Y no hablo solo del placer sexual.
Hablo del impulso inmediato, del clic que haces a la app esperando encontrar ahí una respuesta rápida a una herida que lleva años abierta. Hablo del impulso que te lleva a fingir gusto, a moldearte al deseo ajeno, con tal de no sentirte vacía.
Por mucho tiempo fui esa fantasía.
Me volví deseable para no ser abandonada.
Me ofrecí como el cuerpo correcto, la conversación adecuada, la sonrisa encantadora.
Hasta que me harté.
Hasta que entendí que esa versión de mí también estaba tratando de sobrevivir.
Y entonces solté.
Solté la necesidad de que alguien me eligiera para sentirme elegible.
Solté los mensajes incómodos, los gestos que sabían a transacción, las miradas que no veían mi nombre, ni mis libros, ni mis ideas, solo mi cuerpo.
Ahí comenzó la transformación.
El placer dejó de ser un escape para volverse una llegada.
No una urgencia, sino una presencia.
No una búsqueda desesperada de validación, sino un reencuentro conmigo.
En filosofía, se dice que el deseo es la fuerza que nos mueve.
Spinoza lo llama conatus, el impulso mismo de perseverar en el ser. No es capricho. Es existencia. Pero cuando ese deseo se desvía por miedo, por vacío, por falta, se transforma en consumo. Y ahí, el placer deja de ser goce y se vuelve anestesia.
“No todo lo que se siente bien es saludable. Y mucho de lo que nos da placer es un sustituto del amor.”
Gabor Maté, médico y especialista en trauma y adicciones, sostiene que muchas de nuestras conductas placenteras son intentos inconscientes de anestesiar el dolor emocional no resuelto. En ese sentido, el placer —cuando es fuga— puede volverse una forma de desconexión. No porque seamos débiles, sino porque no aprendimos otra manera de calmar nuestras heridas.
Este enfoque da compasión a nuestras versiones pasadas: no estábamos fallando, estábamos sobreviviendo.
Hoy encuentro gozo en mirarme al espejo sin juicio.
En un café con alguien que no quiere llevarme a la cama, sino conocerme.
En una conversación larga. En una risa honesta. En un orgasmo sin deuda emocional.
Hoy el placer también es ternura.
Es dormir con calma.
Es cocinar despacio.
Es leer un buen libro en silencio.
Es no necesitar huir.
Como escribió Audre Lorde, “el poder del erótico no es trivial, ni superficial. Es la fuerza de lo auténticamente sentido.” Y cuando te sientes de verdad, ya no hay necesidad de volverte objeto para nadie.
Dejas de ser fantasía para los otros, y te vuelves realidad para ti.
A la versión que fui —la que creía que placer era igual a desconexión—, no le diría que estaba equivocada. Le diría que era humana. Que, en medio de su dolor, buscó alivio.
Que no supo otra forma de amar, porque no la habían enseñado a amarse.
Y también le diría que un día, sin aviso, va a cambiar. Que el placer se volverá suave, presente, íntimo.
Que va a dejar de doler.
Que va a dejar de huir.
Y que entonces, por fin, va a llegar a casa.
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