top of page

El andén de las versiones perdidas

Por Amor Hdz


El otro día iba en el metro y llegué a una estación que me devolvió a una versión mía que ya no existe.

No fue un recuerdo amable.

Se sentía como lágrimas disueltas entre la multitud.

Recuerdo  muchas veces quedarme mirando las paredes frías, con los ojos hinchados, esperando un tren que parecía no llegar nunca… sintiendo que todo a mi alrededor avanzaba y yo seguía ahí, detenida, sosteniendo algo dentro de mi que ya se estaba rompiendo.

No es la única vez que un lugar me devuelve a una de mis viejas versiones. Me ha pasado en calles, en casas, en cafeterías a las que no he vuelto. Lugares que se quedaron con fragmentos de mí, con las máscaras que inventé para que otros no se fueran.

He habitado muchas de esas versiones.

Algunas nacieron de la urgencia, otras de la comodidad disfrazada de refugio.

Y no creo ser la única.

Pienso en aquella que vivía cómoda en su depresión, instalada en un vacío tan grande que casi parecía un hogar.

Metro de la CDMX.
Metro de la CDMX.

Despedirme de ella también fue un duelo.

No por lo que tenía, sino por lo que representaba: la costumbre de vivir en la carencia emocional, de conformarme con menos, de creer que eso era todo lo que me tocaba.


Hay duelos que no tienen entierro ni velorio. Que no se anuncian con flores ni se cierran con discursos.

Duelos que se viven en silencio, sin testigos, sin aplausos: el duelo de dejar de ser quien fuiste.

No porque esa versión estuviera rota. No porque hubiera fallado. Sino porque ya no te queda. Ya no vibra contigo. Como una ropa que alguna vez fue tu favorita y hoy, aunque siga intacta, ya no te sienta igual.


En budismo se habla de impermanencia: nada dura para siempre, ni siquiera la idea que tienes de ti. El yo no es un bloque sólido, sino un río que fluye. Y para que el agua siga su curso, hay que dejar ir lo que ya no está vivo en ti.


Últimamente he pensado mucho en eso: en lo difícil que es soltar las versiones de una misma que nos protegieron, incluso cuando empezaron a lastimarnos.

Yo estoy aprendiendo a despedirme de la parte de mí que necesita validación constante para sentirse bonita, querida, valiosa. De la versión que era salvavidas de todos: la que llegaba antes, la que se quedaba después. La que escribía primero. La que decía el último adiós.

Era agotador. Y sí: también era una forma de sobrevivir.


Desde la psicología, lo llaman apego ansioso: esa urgencia de asegurarte de que no te van a abandonar, aunque para eso tengas que vaciarte tú. Lo entendí tarde, y aunque sé que no lo he superado del todo, reconozco que ya no lo vivo igual. Ahora lo observo más. A veces lo freno, otras me gana, pero ya no me pierdo tanto en él.

Soltar esa versión no fue un acto de iluminación repentina. Fue un proceso lento, confuso, como aprender a caminar con un cuerpo distinto. Porque uno se aferra, incluso al dolor. Sobre todo cuando cree que ese dolor es lo que lo hace real.

Decir adiós no es solo cerrar la puerta; es quedarte en el pasillo con la tentación de volver a abrirla.

Es preguntarte: ¿Quién soy sin esa tristeza? ¿Quién soy si ya no estoy cargando a todos? ¿Si ya no insisto?

Las respuestas llegaron como semillas: pequeñas señales que germinaron con el tiempo.

Menos conversaciones, menos vínculos, más silencio.

Y por primera vez… eso no me pareció abandono.

Me pareció descanso.

Me pareció espacio.

Me pareció paz.

Entendí que no tenía que doler para que fuera profundo. Que no necesitaba sostenerme en el dolor para sentir que era valiosa. Que el amor que no exige renuncia… también existe.


Ahí empezó el verdadero duelo: No el de perder a los demás. Sino el de soltarme a mí.

A esa versión que confundía intensidad con amor, esfuerzo con reciprocidad, sacrificio con merecimiento.

La mente, a veces, regresa al pasado. Se asoma a la vieja idea de que si no doy todo, no soy suficiente. Pero ahora hay otra voz, más joven pero firme, que me recuerda: también mereces, no solo das.


En psicología se habla de duelo como un proceso de adaptación a una pérdida. Y a veces, la pérdida más profunda es la de una identidad que ya no nos sirve. El adiós a un yo que fue necesario… pero ya no lo es.


Carl Jung decía: “No soy lo que me sucedió, soy lo que elijo ser. ”Y yo añadiría: tampoco puedes encontrarte si sigues encarnando a quien ya no eres, solo por miedo a no saber quién serás después.


Hoy habito ese entre: ya no soy la que era, pero todavía no soy quien viene.

Y en este pasillo, entre una puerta que dejé abierta y otra que aún no se ha revelado, me permito quedarme quieta.

El desapego, he descubierto, no siempre es soltar la cuerda de golpe. A veces es ir aflojando los dedos, aunque la piel todavía recuerde la presión.

Sigo trabajando en ello.

Porque en este momento, mi versión más auténtica no es la que ya lo logró todo, sino la que está aprendiendo a despedirse sin dejar de amar.



¿Tú también sientes que has dejado atrás una versión de ti? Cuéntamelo en los comentarios y compartamos este andén, aunque sea por un momento.

 
 
 

Entradas recientes

Ver todo
Aquí comienza el eco

Este espacio existe para que otras voces se escuchen. No hace falta tener respuestas: basta con tener algo que decir. Aquí caben historias, fragmentos, cartas, reflexiones, gritos suaves y susurros l

 
 
 
La casa vacía que se volvió hogar

Siempre me percibí como una casa en ruinas.  Una casa abandonada por mí misma, mucho antes de dejar de vivir físicamente en ella.  Ese lugar guardó versiones de mí que me dolieron, que me rompieron, q

 
 
 
Un año entre laberintos

Hace un año abrí este blog sin saber exactamente qué estaba abriendo. No era una casa, ni un refugio, ni una ventana: era un camino. Un camino que no existía hasta que di el primer paso. Un paso que,

 
 
 

Comentarios


México

Contáctame

Pregúntame lo que sea

"Todos los textos publicados en este blog son propiedad intelectual de Amor M. Chávez H. y están protegidos por derechos de autor. Prohibida su reproducción total o parcial sin autorización."

bottom of page