Cuando era pequeña, el 25 de diciembre no solo era Navidad; también era el cumpleaños de mi abuelita. Siempre me pareció mágico que dos celebraciones tan luminosas coincidieran en una sola persona, como si esa fecha hiciera justicia a quien fue. Aunque nuestras vidas no coincidieron lo suficiente y muchas palabras quedaron sin decir, siento que nos unían ciertos hilos invisibles. Sé que, en algún rincón, compartíamos más de lo que parecía.
A veces pienso que ella habría entendido mucho de lo que siento. Tal vez porque ambas cargábamos con silencios densos, con un peso que se escondía detrás de nuestras sonrisas. Quizá habitábamos los mismos abismos: el peso de la vida, el agobio, esa tristeza profunda que se instala y, aunque no la quieras, termina por hacerse compañía. Me pregunto si nuestras almas se habrán reconocido alguna vez en ese vacío compartido, en esa tristeza que nunca logramos nombrar.
Mi abuela siempre daba amor; era lo único que tenía para ofrecer. Hubiera querido tener más recuerdos con ella, no porque los que tengo no sean buenos, sino porque en ese entonces mi mente estaba atrapada entre sombras y fantasmas, incapaz de notar la belleza de su presencia. Ella siempre daba todo su amor, aunque cada entrega parecía dejarla un poco más vacía, un poco más lejos. Y aun así, ese sentimiento lo llenaba todo.
Recuerdo cómo, de niña, me fascinaba mirar la pequeña villa navideña que mi mamá armaba cada año. Era un mundo diminuto lleno de magia, luces y colores. A menudo, el árbol también cobraba vida con aquellas luces viejitas que emitían música navideña, tonadas que aún intento encontrar durante estas fechas. Había algo hipnotizante en esas melodías, en cómo llenaban la casa con su espíritu. También recuerdo el nacimiento que mi abuela colocaba bajo un árbol pequeño, con una dedicación que llenaba de vida su hogar. Esa misma casa que ahora se siente vacía, como si hubiera olvidado cómo era tenerla a ella ahí.
No tengo muchos recuerdos de grandes navidades familiares. Sin embargo, hay algo en estas fechas que, a pesar de todo, sigue llenándome de una ilusión genuina: preparar la cena, regalar pequeños detalles, reír en la mesa y reencontrarme con los demás, aunque sea solo por un rato. Mi familia no es numerosa, y cada vez hay menos sillas en la mesa, pero incluso en esa ausencia hay una especie de magia. A veces somos más de quince, otras apenas tres, y aun así, cada Navidad tiene algo que la hace especial a su manera.
Estas fechas nos obligan, aunque sea brevemente, a mirar hacia los demás, a preguntar cómo están. Nos dan una excusa para enviar un mensaje, para coincidir, para romper silencios que muchas veces pesan más que las palabras. Si no es en Navidad, ¿Cuándo lo hacemos? Estamos tan acostumbrados a reencontrarnos en los velorios que prefiero mil veces estos momentos más ligeros, más cálidos, donde todavía hay tiempo para decir “te extraño” o “me acordé de ti”.
Las Navidades han cambiado, tal vez porque estamos creciendo, porque las tradiciones cambian, porque la vida se mueve sin pedir permiso. Ya no rompemos piñatas ni vemos a los primos jugar hasta tarde. Ahora todo se siente más frío, más callado. Nos vamos a la cama antes de la medianoche, dejando que las luces del árbol parpadeen en el silencio. Pero, aunque estas fechas no se sienten iguales, hay algo que siempre permanece: la magia de quienes nos faltan, que sigue habitando en los rincones más cálidos de nuestra memoria.
Cuando las luces brillan en la noche, me gusta pensar que mi abuela sigue aquí, acompañándome de alguna forma. Me recuerda que incluso la tristeza puede ser parte de la magia, porque sin ella no sabríamos apreciar la luz.
Y así, cada Navidad cambia, pero también se queda. En las risas, en los silencios, en los gestos simples que parecen pequeños, pero significan tanto. La magia no está en lo que hemos perdido, sino en las oportunidades que tenemos para seguir encontrándola. Porque la magia, al final, no es un recuerdo ni un ritual. Es lo que creamos cuando, a pesar de las ausencias, elegimos seguir buscando la luz, y al hacerlo, volvemos a estar cerca de quienes siempre han sido parte de nosotros.
Así que hoy, como cada 25 de diciembre, no solo celebro la Navidad, sino también a ti, abuelita. Feliz cumpleaños, donde quiera que estés. Gracias por el amor que nos diste, por las luces que encendiste en nuestras vidas y por seguir habitando en cada recuerdo, en cada melodía y en cada destello de estas fechas. Sigues siendo mi puente entre el pasado y el presente, entre lo que falta, lo que permanece, quién soy y quien quiero llegar a ser.
-- Amor Hdz.
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