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La última página de mis veintes

El día que cumplí 29 años estaba en la playa. 

Una playa que me vio renacer de la tristeza y me ayudó a limpiar las lágrimas del rostro sin pedirme nada a cambio.

Sin embargo, ese día no fui al mar.

Fui a desayunar. 

Pedí un bowl de yogurt con fruta y un jugo de mango. 

Me senté en una mesa lejana. 

Puse música, saqué mi libreta y empecé a escribir.

Mientras colocaba más y más palabras en esas hojas que me han salvado tantas veces de ahogarme en el mar que llevo dentro, las lágrimas comenzaron a salir.

Lloré primero sin saber por qué. 

Después entendí: estaba sola. Y me dolía.

No la soledad de no tener a nadie, sino esa otra… la que aparece incluso cuando estás rodeada, la que pesa más en días como tu cumpleaños, la que llega cuando tus amigos ya se fueron y te toca soplar las velas sin nadie que te mire.

No era nostalgia. 

Era algo más profundo. Una mezcla entre soledad, cansancio, y un miedo sordo a que todo se repitiera otra vez.

Escribí algo que aún recuerdo: 

“Cómo pesa la soledad en algunos momentos. Estoy tan cansada de estar así y al mismo tiempo me da terror seguir así toda la vida.”

Y sin saberlo, ese fue el tema del año. 

Un año que podría resumirse en una palabra: límite.

Límite de paciencia. 

De vínculos flojos. De aguantar por inercia. De estar para todos menos para mí.

Este año fue un constante “basta”. Pero no desde la rabia, sino desde el cuerpo cansado, desde la ternura de quien por fin entendió que no tiene que demostrar su valor para ser querida.

Dejé de organizar encuentros para sentirme parte. De fingir conexiones donde ya no quedaba nada. De adaptarme para no incomodar. De insistir en vínculos que solo sabían quitar.

También solté escenas, proyectos y teatros que me drenaban. Y aunque me costó, entendí que no tengo que quedarme donde no me ven.

Me di cuenta de que muchas veces llamé “amistad” a la costumbre, y “amor” a la ilusión. 

Y me dolió. 

Pero doler no es lo mismo que rendirse. Y yo no me rendí.

Fue uno de los años más llenos. Porque aunque dolía, todo dolía con sentido, ya no era caos. 

Era claridad.

Estoy cansada, profundamente cansada. Y aun así, estoy viva.

Y no fue un accidente he cambiado porque decidí dejar de lastimarme. 

Aprendí a decir hasta dónde sí, y desde dónde no. 

A quererme en la casa que construí con mis silencios, a poner en pausa lo que me lastima, a abrazar lo que me sostiene.

Mi trabajo cambio, mis rutinas también, escribir volvió a salvarme. 

Mis rituales, mi blog, mis espacios… todo se volvió una forma de decir: aquí sigo.

Porque entendí que no se trata de poner muros, sino de proteger el terreno donde sí quiero crecer.

La vida se hace más fácil y más difícil al mismo tiempo. 

Y en esa dualidad, aprendí a flotar.

Como quien no pelea con las olas, pero tampoco se deja hundir porque aprendió a respirar.

Hubo días donde extrañé incluso a quienes me hacían daño. 

Donde escribir era lo único que podía hacer para no romperme. 

Pero también hubo días donde fui suficiente, donde mi casa me abrazaba, donde la música sonaba distinta.

Volví a leerme, a cocinar para mí, a bailar sola, a hablarme con ternura, a mirar mi soledad sin sentir que era un castigo. (Aunque aun haya días donde se siente así)

Y entendí algo que no había querido aceptar: no necesito forzarme para ser amada.

A veces cierro los ojos y me veo niña, sentada en el piso, con miedo a la oscuridad. Hoy me acerco y le digo: “No estamos solas. Ya no.”

Hoy, a punto de cumplir 30 años, no hay fiesta, no hay planes, no hay multitudes. 

Pero hay algo más valioso: una paz que nunca antes había sentido.

El vacío ya no me grita, ahora me escucha. 

Ya no me siento incompleta. 

Solo humana.

Llena de pausas, de ternura lenta, de amor que no se acelera.

Y aunque no estoy donde pensaba, ni con quien creí, estoy conmigo.

Y por primera vez, eso es suficiente.


El vacío ya no es enemigo. Es espacio. Y estoy aprendiendo a vivir ahí.


-Amor Hdz

Feliz cumpleaños numero treinta a mi.
Feliz cumpleaños numero treinta a mi.

 
 
 

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