Hubo un tiempo en mi vida en el que todo parecía detenido. Como si alguien hubiera presionado el botón de pausa, pero el mundo seguía girando mientras yo me quedaba atrapada en un piloto automático interminable. Durante años, viví en modo avión, desconectada de todo lo que me rodeaba, pero sobre todo, de mí misma.
No era solo cansancio. Era algo más profundo, más denso. Me envolvía una nube espesa que apagaba el dolor, sí, pero también cualquier posibilidad de alegría. Pasé años navegando entre la nada y el todo, moviéndome sin rumbo, procesando días que se sentían ajenos, casi como si no fueran míos.
Un día, entre los pliegues del tiempo y los objetos olvidados, encontré mis diarios. Esos cuadernos que han sido testigos silenciosos de mi vida, llenos de palabras que escribí en momentos de dolor, alegría y, a veces, en un abismo de silencio donde apenas podía cruzar palabra entre el papel y lo que sentía. Al abrirlos, fue como si hubiera regresado a una conversación olvidada conmigo misma, un diálogo que había dejado incompleto.
Esos diarios me devolvieron a momentos donde la vida parecía demasiado triste y decadente, aunque ahora sé que no lo era tanto. Me vi a mí misma en versiones que había olvidado, fragmentos de quien fui, cargados de dudas, miedo y vacío. Pero en lugar de rechazar esas versiones, las abracé. Entendí que no eran errores, sino partes de un todo que me trajo hasta aquí.
A veces, me descubro llorando al revivir un recuerdo gris. Pero también lloro de alegría, porque sé que estoy mejor. He aprendido a perdonarme por no saberlo todo en su momento, por no haber tenido las herramientas o la fuerza para salir antes de ciertos lugares. Y en ese acto de perdón, he encontrado una especie de paz. Es como si estuviera tejiendo, con cada palabra escrita y releída, la vida que quiero para mí.
La escritura, que alguna vez fue mi único refugio, sigue siendo mi guía. Releer lo que escribí en aquellos días me permite ver cuánto he cambiado, cuánto he crecido. A veces me pregunto: ¿cómo sobreviví a eso? ¿Cómo aprendí a respirar de nuevo? Y la respuesta siempre es la misma: dando un paso a la vez, aunque cada paso pareciera imposible.
La vida, de formas extrañas e impredecibles, nos llama. Para mí, la llamada fue esa necesidad de despertar, de reconectarme con el mundo y conmigo misma. No fue un evento único, ni una revelación súbita, sino un proceso lento, lleno de tropiezos y momentos de claridad. Aprendí a respirar de nuevo, a sentir de nuevo. Descubrí lo extraordinario en lo ordinario: el calor del sol en mi piel, el sonido de las hojas moviéndose con el viento, las risas que alguna vez me parecieron inalcanzables.
Pero este renacer no ha sido perfecto. En mi búsqueda por vivir intensamente, he cometido errores. He leído señales donde no había nada escrito, he puesto peso en palabras que tal vez solo fueron viento. Pero esos deslices también me han enseñado algo valioso: el sentir, incluso cuando duele, es un privilegio.
Quizá lo más difícil ha sido aprender a estar sola. Enfrentar los silencios, aceptar mi propia compañía y descubrir qué significa realmente amarme. Hay días en los que todavía me siento como una extranjera, atrapada en un espacio entre quien fui y quien quiero ser. Pero tal vez esa sensación de no pertenecer sea parte del proceso. Tal vez todos estamos buscando un lugar donde arraigarnos, mientras olvidamos que el primer hogar siempre debe ser uno mismo.
Hoy, al mirar hacia atrás, no siento tristeza. Siento gratitud. Por haber vivido ese letargo y haber encontrado la fuerza para salir de él. Por haber descubierto que hay vida más allá del modo avión. No quiero volver a esa desconexión, no quiero vivir en automático. Quiero sentirlo todo: lo bueno, lo malo y lo que queda entre medio. Porque al final, sentir es lo que nos hace humanos.
-- Amor Hdz.
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